Ahora que la innovación está prácticamente en boca de cualquier persona que se aproxime con interés al estado de la educación en nuestro país, a uno le viene la tentación de recuperar algunos saberes que parecen haberse quedado en los márgenes del camino de la transformación de la escuela. Porque, independientemente de lo que supone para la educación incorporar los nuevos avances de la tecnología o de la neurociencia, las variables de participación, compromiso, bien común, colaboración y satisfacción emergen con frecuencia como asignaturas pendientes en la escuela y el sistema educativo. No es preciso apelar al socio-constructivismo para argumentar la necesidad de la colaboración en la escuela y cómo ese proceso de empoderamiento en el que uno “se siente parte de” y por tal razón se siente empujado “a aportar en” es fuente de satisfacción, compromiso y bienestar profesional. Lo virtuoso de todo ello es que cada vez tenemos más evidencias que relacionan este tipo de cosas con el éxito educativo y la escuela de calidad para todos.
Por eso, la misma consubstancialidad del liderazgo educativo debería poner como foco principal la construcción conjunta de un proyecto que, necesariamente, es un proyecto de valores y ciudadanía. Su eficiencia y sostenibilidad se dirime en cada aula, en cada relación educativa. Una realidad muy intangible –como es que los alumnos y docentes se sientan apreciados y animados a dar lo mejor de sí mismos- es la base del éxito y no puede desarrollarse en plenitud sin el compromiso de todos y cada uno de los profesionales de la educación. Bien sabemos que dicho compromiso se fragua en la horizontalidad, en el diálogo, en el trabajo por lograr un proyecto compartido y en la complicidad por la mejora continuada. Sin duda, un tipo de adhesión que sólo se produce cuando el proyecto común otorga sentido personal y profesional a quienes lo comparten.
En el argot disciplinar de la dirección escolar se manejan conceptos densos, como los de liderazgo “distribuido”, “transaccional”, “estratégico”,… que fácilmente pueden ser banalizados o aplicados a conveniencia. Desengañémonos, la escuela no necesita un líder sino muchos. El liderazgo es una función que debe ser compartida, porque la tarea actual de la escuela es liderar el aprendizaje, proponer, ofrecer, inducir, seducir hacia el aprendizaje. Y hacerlo para todas las áreas, para todas las competencias, para todas las edades. Declarar la guerra al aburrimiento y despertar en todos los alumnos y docentes la pasión por conocer, aprender a hacer, a ser y a convivir.
Ante tal estimulante reto, que supone proponer un modelo de escuela para la nueva era, mirando al futuro y conectado con las nuevas posibilidades del siglo XXI, las lógicas de las organizaciones quizás se cobran un tributo excesivamente elevado en burocratización, control y pequeña gestión. El funcionamiento de la maquinaria escolar sigue siendo pesado y costoso, acaparando esfuerzos y desplazando de las prioridades del liderazgo gran parte de aquello que genera nuevo valor, nuevas organizaciones.
Por todo ello, el programa para un “nuevo” liderazgo debería considerar, aunque quizás parezca algo demasiado vago o extravagante, trabajar intencionadamente en la generación de confianzas en la escuela. Cuando los alumnos confían en sus profesores, los profesores en sus alumnos, los padres en “sus” profesores y los profesores en “sus” padres, la dirección en los docentes y los docentes en la dirección, los alumnos en la dirección y los padres en la dirección… aparecen mejoras importantes en rendimiento escolar y éxito educativo. No es tarea fácil, entre otras razones por su intangibilidad, pero sí apunta hacia un giro en el paradigma de la dirección y el liderazgo escolar: construir confianza en los centros educativos es eliminar el miedo, instalar el diálogo y crear espacios de oportunidad para que la buena voluntad y el talento fluyan.
Dr. Jordi Longás – Membre de la línia “Territori, educació i inclusió: nous models d’organització i de lideratge educatiu en xarxa“